Hubo una vez un hombre
que avanzaba por unas escaleras.
Los peldaños a veces subían,
otras veces bajaban,
otras veces no estaban
y el hombre no entendía nada.
Lo único regular era aquella bóveda
que cubría las escaleras
donde resonaba aquel grito
un eco de dolor humano
que emanaba de la garganta del hombre
a cada paso incomprensible,
a cada baldosa que pisaba
y que, a su parecer,
lo pisaba, lo aplastaba,
lo hacía añicos mientras agonizaba.
Entonces, el hombre dijo:
"Tiene que haber algo
después de todo esto
un premio por este sinsentido
y he de creer en ello".
Los escalones se reorganizaron de golpe
y, ante los ojos del hombre, se mostraba
una escalera recta, ascendente,
con una luz brillando al final
entre ella y la bóveda.
Comenzó a avanzar hacia esa luz.
Años más tarde, aquel hombre
o amasijo de piel, huesos y recuerdos
de aquellos peldaños rectos e interminables
seguía avanzando hacia aquella luz
pero no pudo más.
Entonces, todas las baldosas
que pisó el hombre en su ascenso
lo aplastaron de golpe
y comprendió que en aquel ascenso
solo había avanzado por la nada
y echó de menos aquellos peldaños
irregulares, caóticos y despiadados
pero, en el fondo, emocionantes,
que en realidad nunca lo habían pisado.
En el último segundo comprendió
y las escaleras desaparecieron
y se precipitó hacia la nada que lo esperaba
desde que empezó a caminar.
Hubo una vez mil hombres
y hubo mil veces un hombre
y hubo mil veces mil hombres
que avanzaron igual.
Unos se dieron cuenta antes,
y volvieron a aquellos locos peldaños,
otros no,
pero bien o mal,
todos llegaron al mismo final.